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Sí... Bien... Besos, querida.
                         Luis  y  Leandro  visitaron  el  11  "J"  la  noche  del  domingo.  Lilibeth  los
                  aguardaba ansiosa.
                         Si bien ninguno de los tres podía sentir dolor por la muerte de la malvada
                  abuela,  una  emoción  rara  —mezcla  de  pena  e  inquietud  a  la  par—  unía  a  los
                  hermanos con la misma potencia del amor que se profesaban.
                         —Si estás de acuerdo, nena, Leandro y yo nos vamos a ocupar de vender
                  los  muebles  y  las  demás  cosas,  ¿eh?  Ah,  pensamos  que  no  te  vendrían  mal
                  algunos  artefactos.  Esta  semana  te  los  vamos  a  traer.  La  abuela  se  había
                  comprado tv-color, licuadora, heladera, lustradora y lavarropas ultra modernos,
                  ¿qué te parece? Lilibeth los escuchaba como atontada. Y como atontada recibió
                  —el sábado siguiente— los cinco aparatos domésticos que habían pertenecido a
                  la viuda de R., que en paz descanse. Su herencia visible y tangible. (La otra, Lili
                  acababa  de  recibirla  también,  aunque...  ¿cómo  podía  darse  cuenta?...  ¿quién
                  hubiera sido capaz de darse cuenta?)

                         Más de dos meses transcurrieron en los almanaques hasta que la jovencita
                  se decidió a usar esos artefactos que se promocionaban en múltiples propagandas,
                  tan novedosos y sofisticados eran. Un día, superó la desagradable impresión que
                  le causaban al recordarle a la desamorada abuela y —finalmente— empezó con
                  la  licuadora.  Aquella  mañana  de  domingo,  tanto  Lilibeth  como  su  gato  se
                  hartaron de bananas con leche.
                         A partir de entonces comenzó a usar —también— la lustradora... enchufó
                  la lujosa heladera con freezer...  hizo instalar el televisor  con control remoto  y
                  puso en marcha el enorme lavarropas. Este aparato era verdaderamente enorme:
                  la chica tuvo que acumular varios kilos de ropa sucia para poder utilizarlo. ¿Para
                  qué habría comprado la abuela semejante armatoste, solitaria como habitaba su
                  casa?
                         A lo largo de algunos días, Lilibeth se fue acostumbrando a manejar todos
                  los electrodomésticos heredados, tal como si hubieran sido suyos desde siempre.
                  El que más le atraía el televisor color, claro. Apenas regresaba al departamento
                  —después de su jornada de trabajo y estudio— lo encendía y miraba programas
                  de  trasnoche.  Habitualmente,  se  quedaba  dormida  sin  ver  los  finales.  Era
                  entonces el molesto zumbido de las horas sin transmisión el que hacía las veces
                  de despertador a destiempo. En más de una ocasión, Lili se despertaba antes del
                  amanecer  a  causa  del  "schschsch"  que  emitía  el  televisor,  encendido  al  divino
                  botón.
                         Una de esas veces —cerca de la madrugada de un sábado como otros— la
                  jovencita tanteó el cubrecama —medio dormida— tratando de ubicar la cajita del
                  control remoto que le permitía apagar la televisión sin tener que levantarse.
                         Al no encontrarlo, se despabiló a medias. La luz platinosa que proyectaba
                  el  aparato  más  su  chirriante  sonido  terminaron  por  despertarla  totalmente.
                  Entonces la vio y un estremecimiento le recorrió el cuerpo: la imagen del rostro
                  de  la  abuela  le  sonreía  —sin  sus  dientes—  desde  la  pantalla.  Aparecía  y
                  desaparecía  en  una  serie  de  flashes  que  se  apagaron  —de  pronto  tal  como  el
                  televisor, sin que Lilibeth hubiera —siquiera— rozado el control remoto. A partir




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