Page 134 - Trece Casos Misteriosos
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de un templo oriental- esos libros de su niñez
donde las páginas se extendían en volumen, des
plegando como por arte de magia las dependen
cias suntuosas de un castillo. También había otra
razón que lo hacía acariciar la valiosa figura con
la yema de sus arrugados dedos; Ya-Lu-Ting, la
hermosa japonesita con cara de blanca luna que
se la había obsequiado. Es por esto que la pagoda
de filigrana no estaba bajo llave. Carlos la tenía
en su escritorio, acomodada entre los pisapapeles
de ónix, su agenda abierta sobre el atril de cuero
y el cenicero de cristal cortado que nunca tenía
ceniza -Carlos no fumaba-, sino verdes cara
melos de menta.
Así, el coleccionista, sentado en su escritorio,
de cuando en cuando solía levantar la mirada de
sus papeles con cifras y posándola sobre el tem
plo de marfil dejaba que su imaginación volara
hacia el Oriente.
Cuando a Carlos Olavarría le robaron la pagoda
de su escritorio, fue como si le hubieran arrebatado
parte de su vida.
Un martes en la mañana el inspector Soto
acudió al llamado del coleccionista. Se encontró
con un Olavarría alterado, que explicaba entre
ademanes nerviosos lo sucedido. La noche anterior,
al llegar a su casa luego de un ajetreado día entre
la Bolsa y el Club de Golf, se había encontrado con
la sorpresa: ¡la pagoda no estaba en su lugar ni en
ninguna otra parte!
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