Page 112 - Trece Casos Misteriosos
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El caso del gato perdido







                                                                             Seis de la mañana. Los gritos de doña Doralisa
                                                                             despertaron al vecindario:
                                                                                -¡Tutankamón! ¡Tutankamóooon! ¡Tu leche,
                                                                               •  •
                                                                             rmruo. 1
                                                                                Del segundo piso de  un  pasaje del barrio
                                                                             Ñuñoa, la cabeza blanca y despeinada se agitaba
                                                                             de un lado a otro.
                                                                                Diego, su vecino, abrió la ventana de su pieza y,
                                                                             asomándose con rostro soñoliento, preguntó:
                                                                                -¿Qué pasa, doña Doralisa? ¡Estamos en vaca­
                                                                             ciones, no siga gritando!
                                                                                -¿No has visto a Tutankamón, hijo? ¡No está en
                                                                             su canasto por primera vez en mil cincuenta ma­
                                                                             ñanas ... ! ¡Tutankamóoon! ¡Tutankamóoon! -siguió
                                                                             llamando en todas direcciones.
                                                                                Josefa también despertó. Restregando sus ojos
                                                                             se arrimó a su hermano Diego, sin entender aún de
                                                                             qué se trataba el barullo.
                                                                               -¡Tutankamóoon! -seguían los gritos destem­
                                                                             plados de la anciana.
                                                                                Las ventanas fueron abriéndose de una en una,
                                                                             y varias caras dormidas y furibundas comenzaron
                                                                             a pedir silencio.


                                                                                                                          111
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