Page 67 - Crónicas de Narnia I - Junio 5to Básico
P. 67
caminar tan rápido como podía, con las manos atadas a la espalda. Resbalaba a
menudo en la nieve derretida, en el lodo o en el pasto mojado. Cada vez que
esto sucedía, el Enano echaba una maldición sobre él y, a veces, le daba un
latigazo. La Bruja, que caminaba detrás del Enano, ordenaba constantemente:
—¡Más rápido! ¡Más rápido!
A cada minuto las áreas verdes eran más y más grandes, y los espacios
cubiertos de nieve disminuían y disminuían. A cada momento los árboles se
sacudían más y más de sus mantos blancos. Pronto, hacia cualquier lugar que
mirara, en vez de formas blancas uno veía el verde oscuro de los abetos o el
negro de las espinudas ramas de los desnudos robles, de las hayas y de los
olmos. Entonces la niebla, de blanca se tornó dorada y luego desapareció por
completo. Cual flechas, deliciosos rayos de sol atravesaron de un golpe el
bosque, y en lo alto, entre las copas de los árboles, se veía el cielo azul.
Así se sucedieron más y más acontecimientos maravillosos.
Repentinamente, a la vuelta de una esquina, en un claro entre un conjunto de
plateados abedules, Edmundo vio el suelo cubierto, en todas direcciones, de
pequeñas flores amarillas... El sonido del agua se escuchaba cada vez más fuerte.
Poco después cruzaron un arroyo. Más allá encontraron un lugar donde crecían
miles de campanitas blancas.
—¡Preocúpate de tus propios asuntos! —dijo el Enano cuando vio que
Edmundo volvía la cabeza para mirar las flores; y con gesto maligno dio un
tirón a la cuerda.
Pero, por supuesto, esto no impidió que Edmundo pudiera ver. Sólo cinco
minutos más tarde observó una docena de azafranes que crecían alrededor de
un viejo árbol..., dorado, rojo y blanco. Después llegó un sonido aún más
hermoso que el ruido del agua. De pronto, muy cerca del sendero que ellos
seguían, un pájaro gorjeó desde la rama de un árbol. Algo más lejos, otro le
respondió con sus trinos. Entonces, como si esta hubiera sido una señal, se
escucharon gorjeos y trinos desde todas partes y en el espacio de cinco minutos
el bosque entero estaba lleno de la música de las aves. Hacia dondequiera que
Edmundo mirara, las veía aletear en las ramas, volar en el cielo y aun disputar
ligeramente entre ellas.
—¡Más rápido! ¡Más rápido! —gritaba la Bruja.
Ahora no había rastros de la niebla. El cielo era cada vez más y más azul, y
de tiempo en tiempo algunas nubes blancas lo cruzaban apresuradas. Las
prímulas cubrían amplios espacios. Brotó una brisa suave que esparció la
humedad de los ramos inclinados y llevó frescas y deliciosas fragancias hacia el
rostro de los viajeros. Los árboles comenzaron a vivir plenamente. Los alerces y
los abedules se cubrieron de verde; los ébanos de los Alpes, de dorado. Pronto
las hayas extendieron sus delicadas y transparentes hojas. Y para los viajeros
que caminaban bajo los árboles, la luz también se tornó verde. Una abeja