Page 7 - Pedro Páramo
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Pedro Páramo                                                                     Juan Rulfo


               -No se preocupe por eso. Usted ha de venir cansado y el sueño es muy buen colchón
            para el cansancio. Ya mañana le arreglaré su cama. Como usted sabe, no es fácil ajuarear
            las cosas en un dos por tres. Para eso hay que estar prevenido, y la madre de usted no me
            avisó sino hasta ahora.
               -Mi madre -dije-, mi madre ya murió.
               -Entonces ésa fue la causa de que su voz se oyera tan débil, como si hubiera tenido
            que atravesar una distancia muy larga para llegar hasta aquí. Ahora lo entiendo.  ¿Y
            cuánto hace que murió?
               -Hace ya siete días.
               -Pobre de ella. Se ha de haber sentido abandonada. Nos hicimos la promesa de morir
            juntas.  De  irnos  las  dos  para darnos ánimo una a la otra en el otro viaje, por si se
            necesitara, por si acaso encontrábamos alguna dificultad. Éramos muy amigas. ¿Nunca le
            habló de mí?
               -No, nunca.
               -Me  parece raro. Claro que entonces éramos unas chiquillas. Y ella estaba apenas
            recién casada. Pero nos queríamos mucho. Tu madre era tan bonita, tan, digamos, tan
            tierna,  que  daba  gusto  quererla. Daban ganas de quererla. ¿De modo que me lleva
            ventaja, no? Pero ten la seguridad de que la alcanzaré. Sólo yo entiendo lo lejos que está
            el cielo de nosotros; pero conozco cómo acortar las veredas. Todo consiste en morir, Dios
            mediante, cuando uno quiera y no cuando Él lo disponga. O, si tú quieres, forzarlo  a
            disponer  antes  de  tiempo.  Perdóname  que te hable de tú; lo hago porque te considero
            como mi hijo. Sí, muchas veces dije: «El hijo de Dolores debió haber sido mío». Después te
            diré por qué. Lo único que quiero decirte ahora es que alcanzaré a tu madre en alguno de
            los caminos de la eternidad.
               Yo creía que aquella mujer estaba loca. Luego ya no creí nada. Me sentí en un mundo
            lejano y me dejé arrastrar. Mi cuerpo, que parecía aflojarse, se doblaba ante todo, había
            soltado sus amarras y cualquiera podía jugar con él como si fuera de trapo.
               -Estoy cansado -le dije.
               -Ven a tomar antes algún bocado. Algo de algo. Cualquier cosa.
               -Iré. Iré después.


               El agua que goteaba de las tejas hacía un agujero en la arena del patio. Sonaba: plas
            plas y luego otra vez plas en mitad de una hoja de laurel que daba vueltas  y  rebotes
            metida en la hendidura de los ladrillos. Ya se  había  ido  la  tormenta.  Ahora  de  vez  en
            cuando la brisa sacudía las ramas del granado haciéndolas chorrear una lluvia espesa,
            estampando  la  tierra con gotas brillantes que luego se empañaban. Las gallinas,
            engarruñadas como si durmieran, sacudían de pronto sus alas y salían al  patio,
            picoteando de prisa, atrapando las lombrices desenterradas por la lluvia. Al recorrerse las
            nubes,  el  sol  sacaba  luz a las piedras, irisaba todo de colores, se bebía el agua de la
            tierra, jugaba con el aire dándole brillo a las hojas con que jugaba el aire.
               -¿Qué tanto haces en el excusado, muchacho?
               -Nada, mamá.
               -Si sigues allí va a salir una culebra y te va a morder.
               -Sí, mamá.
               «Pensaba en ti, Susana. En las lomas verdes. Cuando volábamos papalotes en la época
            del aire. Oíamos allá abajo el rumor viviente del pueblo mientras estábamos encima de él,
            arriba  de  la loma, en tanto se nos iba el hilo de cáñamo arrastrado por el viento.
            "Ayúdame, Susana." Y unas manos suaves se apretaban a nuestras manos. "Suelta más
            hilo."



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