Page 4 - Pedro Páramo
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Pedro Páramo Juan Rulfo
Luego añadió:
-Sea usted quien sea, se alegrará de verlo.
En la reverberación del sol, la llanura parecía una laguna transparente, deshecha en
vapores por donde se traslucía un horizonte gris. Y más allá, una línea de montañas. Y
todavía más allá, la más remota lejanía.
-¿Y qué trazas tiene su padre, si se puede saber?
-No lo conozco -le dije-. Sólo sé que se llama Pedro Páramo. -¡Ah!, vaya.
-Sí, así me dijeron que se llamaba.
Oí otra vez el «¡ah!» del arriero.
Me había topado con él en Los Encuentros, donde se cruzaban varios caminos. Me
estuve allí esperando, hasta que al fin apareció este hombre.
-¿Adónde va usted? -le pregunté.
-Voy para abajo, señor.
-¿Conoce un lugar llamado Comala?
-Para allá mismo voy.
Y lo seguí. Fui tras él tratando de emparejarme a su paso, hasta que pareció darse
cuenta de que lo seguía y disminuyó la prisa de su carrera. Después los dos íbamos tan
pegados que casi nos tocábamos los hombros.
-Yo también soy hijo de Pedro Páramo-me dijo.
Una bandada de cuervos pasó cruzando el cielo vacío, haciendo cuar, cuar, cuar.
Después de trastumbar los cerros, bajamos cada vez más. Habíamos dejado el aire
caliente allá arriba y nos íbamos hundiendo en el puro calor sin aire. Todo parecía estar
como en espera de algo.
-Hace calor aquí -dije.
-Sí, y esto no es nada -me contestó el otro-. Cálmese. Ya lo sentirá más fuerte cuando
lleguemos a Comala. Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del
infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno regresan
por su cobija.
-¿Conoce usted a Pedro Páramo? -le pregunté.
Me atreví a hacerlo porque vi en sus ojos una gota de confianza.
-¿Quién es? -volví a preguntar.
-Un rencor vivo -me contestó él.
Y dio un pajuelazo contra los burros, sin necesidad, ya que los burros iban mucho más
adelante de nosotros, encarrerados por la bajada.
Sentí el retrato de mi madre guardado en la bolsa de la camisa, calentándome el
corazón, como si ella también sudara. Era un retrato viejo, carcomido en los bordes; pero
fue el único que conocí de ella. Me lo había encontrado en el armario de la cocina, dentro
de una cazuela llena de yerbas; hojas de toronjil, flores de Castilla, ramas de ruda. Desde
entonces lo guardé. Era el único. Mi madre siempre fue enemiga de retratarse. Decía que
los retratos eran cosa de brujería. Y así parecía ser; porque el suyo estaba lleno de
agujeros como de aguja, y en dirección del corazón tenía uno muy grande donde bien
podía caber el dedo del corazón.
Es el mismo que traigo aquí, pensando que podría dar buen resultado para que mi
padre me reconociera.
-Mire usted -me dice el arriero, deteniéndose-: ¿Ve aquella loma que parece vejiga de
puercos? Pues detrasito de ella está la Media Luna. Ahora voltié para allá. ¿Ve la ceja de
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