Page 6 - Pedro Páramo
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Pedro Páramo                                                                     Juan Rulfo


               De voces, sí. Y aquí, donde el aire era escaso, se oían mejor. Se quedaban dentro de
            uno, pesadas. Me acordé de lo que me había dicho mi madre. «Allá me oirás mejor. Estaré
            más cerca de ti. Encontrarás más cercana la voz de mis recuerdos que la de mi muerte, si
            es que alguna vez la muerte ha tenido alguna voz.» Mi madre... la viva.
               Hubiera querido decirle: «Te equivocaste de domicilio. Me diste una dirección mal dada.
            Me mandaste al "¿dónde es esto y dónde es aquello?". A un pueblo solitario. Buscando a
            alguien que no existe».
               Llegué a la casa del puente orientándome por el sonar del río. Toqué la puerta; pero en
            falso. Mi mano se sacudió en el aire como si el aire la hubiera abierto. Una mujer estaba
            allí. Me dijo:
               -Pase usted.
               Y entré.


               Me  había  quedado en Comala. El arriero, que se siguió de filo, me informó todavía
            antes de despedirse:
               -Yo voy más allá, donde se ve la trabazón de los cerros. Allá tengo mi casa. Si usted
            quiere venir, será bienvenido. Ahora que si quiere quedarse aquí, ahí se lo haiga; aunque
            no estaría por demás que le echara una ojeada al pueblo, tal vez encuentre algún vecino
            viviente.
               Y me quedé. A eso venía.
               -¿Dónde podré encontrar alojamiento? -le pregunté ya casi a gritos.
               -Busque a doña Eduviges, si es que todavía vive. Dígale que va de mi parte.
               -¿Y cómo se llama usted?
               -Abundio -me contestó. Pero ya no alcancé a oír el apellido.


               -Soy Eduviges Dyada. Pase usted.
               Parecía que me hubiera estado esperando. Tenía  todo  dispuesto,  según  me  dijo,
            haciendo que la siguiera por una larga serie de cuartos oscuros, al parecer desolados.
            Pero no; porque, en cuanto me acostumbré a la oscuridad y al delgado hilo de luz que nos
            seguía, vi crecer sombras a ambos lados y sentí que íbamos caminando a través de un
            angosto pasillo abierto entre bultos.
               -¿Qué es lo que hay aquí? -pregunté.
               -Tiliches -me dijo ella-.Tengo la casa toda entilichada. La escogieron para guardar sus
            muebles  los  que  se  fueron,  y  nadie ha regresado por ellos. Pero el cuarto que le he
            reservado está al fondo. Lo tengo siempre descombrado por si alguien viene. ¿De modo
            que usted es hijo de ella?
               -¿De quién? -respondí.
               -De Doloritas.
               -Sí, pero ¿cómo lo sabe?
               -Ella me avisó que usted vendría. Y hoy precisamente. Que llegaría hoy.
               -¿Quién? ¿Mi madre?
               -Sí. Ella.
               Yo no supe qué pensar. Ni ella me dejó en qué pensar:
               -Éste es su cuarto -me dijo.
               No tenía puertas, solamente aquella por donde habíamos entrado. Encendió la vela y lo
            vi vacío.
               -Aquí no hay dónde acostarse -le dije.



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