Page 9 - Las Chicas de alambre
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¿Y si, a fin de cuentas, estaba muerta?
               No sabía por dónde empezar, pero no me traumaticé por ello. No era la primera vez que
               debería hacer de detective privado siguiendo una pista, buscando un dato o guiándome
               por entre vericuetos impensables, con el objeto de dar con lo que necesitaba para un
               reportaje. Y tampoco sería la última.
               Dije lo mismo que Escarlata O'Hara en la escena final de Lo que el viento se llevó:

               —Mañana será otro día.
               Y me acosté con la cabeza llena de Cyrille, de Jess y de Vania.
               Sobre todo de Vania.


                                                            III



               -La mayoría de los personajes de la historia vivían fuera, en París, Los  Ángeles, San
               Francisco, Nueva York o Madrid, así que pensé que lo más lógico era comenzar por lo
               más cercano.
               Y nadie más cercano a Vania que su única familia, su tía, la hermana de su difunta
               madre.

               Volví a levantarme tarde, a las diez, pero esta vez no tenía que ir a la redacción, así que
               podía permitírmelo. Me encanta amanecer a mi aire, sin el maldito despertador dándome
               el susto habitual. Pude desperezarme, hacer un poco de gimnasia para estar en forma,
               ducharme, afeitarme y desayunar. Cuando salí ya tenía las primeras direcciones. Nuestros
               servicios   de   información   y   documentación   funcionaban   bien.   Es   decir:   Carmina
               funcionaba bien. Era lo mejor de Z.I. Me habría casado con ella de no ser porque los
               prefería mayores y tenía diez años más que yo.
               Esta vez me llevé el coche, por si acaso. Uno nunca sabe a quién puede llevar a alguna
               parte mientras le sonsaca información.
               Luisa Cadafalch era una anciana prematura de sesenta y cinco años. Digo  prematura
               porque nada más verla supe que siempre había sido así, una mujer solitaria y con un poso
               de amargura albergado casi como marca de nacimiento en sus genes y en sus raíces. Era
               alta, seca, de tono adusto y mirada firme, grave, tan grave como su austera ropa, negra de
               arriba abajo. Yo no la había llamado por teléfono para quedar. Por lo que se decía de ella
               en los artículos de hacía una década, no me habría recibido ni anunciándole que era la
               ganadora de un concurso sorpresa de la tele. Así que mi única opción era presentarme en
               su casa y probar. Mi madre opina que «me hago querer» por las mujeres, que la mayoría
               «quiere adoptarme» nada más me ven, porque les despierto de forma fulminante su
               «instinto maternal». ¿Y quién soy yo para discutir algo tan peculiar con mamá? Ella sabe
               más que yo de estas cosas.
               Aunque a Luisa Cadafalch no la habría seducido ni Paul Newman, mayor que ella pero
               aún apetecible según la mayoría.
               Me observó con disgusto. Me acababa de colar en el edificio, aprovechando la entrada de
               una vecina, así que ya estaba en su rellano, superado el posible detalle de que no quisiera
               abrirme la puerta de la calle si le decía que era de la prensa. Era lista. Supo al momento la
               causa de que yo estuviese allí. ¿Para qué, si no, iba a querer verla un miembro del
               «Cuarto Poder»?
               —Oiga, lo siento, pero no tengo nada que decir —objetó, sin ocultar su disgusto.

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