Page 14 - Las Chicas de alambre
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acotados en los que todo estaba en su sitio, igual que en las películas. Pero fuera de
               cámara el mundo cambiaba, se hacía caótico.
               Ella salió la primera vez con un biquini muy sucinto, de color naranja. La segunda lo hizo
               con otro traje de baño de una sola pieza, negro. En las dos ocasiones nos miramos. Yo
               con interés. Ella sin excesiva pasión. Para una modelo, ser atractivo no basta, así que yo
               debía de ser del montón para ella, aunque no se tratase de una famosa top.
               Estaba lloviendo fuerte.
               Treinta minutos después de mi llegada, y con las últimas fotos hechas, la chica regresó al
               vestidor y yo salí para hablar con Carlos Sanromán. Ella parecía cansada.

               —Bien, bien, bien... —el fotógrafo me pasó una mano por los hombros—. Así que vais a
               remover el tema, ¿eh?

               —Hace diez años que Vania desapareció.
               —¿Diez ya? —silbó—. ¿Quieres sentarte?
               No había dónde, como no fuéramos a la zona de atrezzo a rescatar un par de sillas. Le
               dije que no y nos acercamos al ventanal.
               —¿Cómo está tu madre?
               —Muy bien.

               —Bueno, la revista ya la veo, por supuesto. Cada semana. Es de lo poco inteligente que
               se hace ahora mismo en este país. Lo justo de sensacionalismo, lo justo de verdad, lo
               justo de imagen, lo justo de texto.

               Si mi madre le oyera decir que en Zonas Interiores había «lo justo de sensacionalismo»,
               le   daba   un   síncope.   Se   preciaba   de   hacer   la   única   revista   sin   el   morbo   del
               sensacionalismo, o sea, sin nada «amarillo» en sus páginas, de la prensa libre española.

               —Pues... tú dirás —me invitó a preguntarle.
               —Quiero hacer una retrospectiva, hablar de ella y también de Jess y Cyrille. Pero no sólo
               eso. También nos preguntamos dónde puede estar Vania.
               —¿Tú sólo? A veces yo me hago la misma pregunta. Ha desaparecido de la faz de la
               tierra, y eso es algo insólito.
               —Nadie desaparece sin dejar rastro —argüí.
               —Pues ella lo hizo, mira. Lo suyo fue... —reflexionó de nuevo en torno a lo del tiempo
               —. ¡Diez años ya! ¡Es increíble!

               Carlos Sanromán tampoco tenía ninguna pista de su paradero, era obvió.
               —¿Cómo debe de ser ahora? —le pregunté.
               —¡Uf!  —ladeó la cabeza, como si imaginárselo le costara un gran esfuerzo—. La
               anorexia casi la mató, debes saberlo, pero aun con ella... era preciosa, única. Ahora
               tendría treinta y cinco años, así que... La plenitud, chico. La plenitud. Toda una mujer.
               Se me puso un nudo en la garganta. A veces pienso que las cosas hermosas deberían
               existir eternamente.
               —¿Siempre fue anoréxica?
               —No, que va. Al comienzo era una chica normal, alta y delgada, por supuesto, pero
               normal. Lo de pasarse, porque se pasó, fue a partir de los quince o dieciséis. En aquellos
               días el culto al esqueleto más que a la forma femenina se hizo religión oficial. Los
               modistos las querían sin nada, sin pecho, sin caderas, casi sin rostro, aunque parezca un
               contrasentido, andróginas, para poder moldearlas a su antojo con cada colección y cada

                                                                                                           14
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