Page 4 - Las Chicas de alambre
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—Hola, mamá —suspiré, como si acabase de salir de un atasco de mil demonios—.
               Siento...
               Levantó   una   mano.   Señal   inequívoca   de:   «No-me-cuen-tes-ro-llos-que-me-los-sé-to-
               dos.» Me cortó en seco.
               De todas formas, me di cuenta de que no estaba enfadada, sólo ansiosa.

               Y cuando mi madre se pone ansiosa, es por algo de trabajo. Y si me afecta a mí, es que
               voy a tenerlo, y en serio. Muy en serio.
               —¿Te gusta ésta?
               El Premio Nobel de Literatura estaba sentado en una butaca, con una cara de úlcera
               sangrante total. Me pregunté por qué no se lo daban a gente más simpática. Y también
               por qué no estaban ellos más contentos después del Nobel. Aunque aquel hombre, los
               millones, ya no iba a poder gastárselos, seguro. Así que a lo mejor estaba con esa cara
               por ese detalle. Me habría gustado ver la de sus hijos, hijas, nietos, nietas...
               —No irá en portada, ¿verdad?
               —¿Estás loco?
               Nuestra revista es de actualidad, y seria, pero en portada tratamos de poner cosas con
               gancho.
               —Entonces, sí. Está bien.
               Dejó la diapositiva a un lado, apagó la luz de la pantalla, recogió su bastón, apoyado en la
               pared de la derecha, y cubrió la breve distancia que la separaba de su mesa, como
               siempre atiborrada de papeles. Mi madre tiene cincuenta años, exactamente el doble que
               yo, pero la cojera no guarda relación alguna con la edad. La pierna derecha le quedó casi
               destrozada en el mismo accidente de coche en el que perdió la vida mi padre.
               Esperé a que se sentara en su butaca.
               Lo hizo, se apoyó en el respaldo, juntó las yemas de sus dedos y me miró a los ojos.

               —¿Recuerdas a Vania?
               Así que era eso.
               —Claro, ¿cómo no iba a acordarme de ella? Creo que no saqué su póster  de mi
               habitación hasta hace tres o cuatro años.
               —Lo recuerdo —asintió con la cabeza sonriendo, evocando el último tiempo en el que,
               como un buen hijo no emancipado, aún viví con ella.

               —No me digas que ha reaparecido.
               —No, y de eso se trata —dijo Paula Montornés, recuperando todo su carácter de
               directora—. Dentro de un par de meses hará diez años que desapareció sin dejar rastro.
               Diez años ya. Es un buen momento para desenterrar el tema, investigarlo, y publicar un
               artículo, de ella como piece de resistence, pero también de las otras dos.

               Me senté en una de las sillas, al otro lado de la mesa.
               —Puede ser caro —tanteé.
               —Pagamos cinco millones hace un mes por lo de Alee Blunt, y a una agencia. Esto nos
               haría vender más, y sólo por derechos internacionales, si la cosa resulta... ¿Te imaginas
               que, encima, dieras con ella? Nos lo quitarían de las manos. París Match, The Sun, Der
               Spiegel, Times... Olvídate del dinero.
               No siempre decía eso.
               —¿Y si han tenido la misma idea?

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