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PRÓLOGO


                         Celebro —con todos mis corazones (el literario y los cinematográficos)—
                  la publicación de este nuevo libro de Elsa Bornemann.
                         Ella  me  había  prometido  escribirlo  poco  tiempo  después  que  nos
                  conocimos, cuando era apenas una criatura más o menos así de alta y —como
                  a casi todos los niños— le encantaban los cuentos de terror (aunque se cayera
                  de miedo al leerlos o escucharlos...).

                         A pesar de su corta edad, al enterarse de la tremebunda historia de mi
                  vida  E.B.  me  compadeció  y  comprendió  que  lo  que  yo  necesitaba  —
                  desesperadamente—  era  ser  amado.  Me  trató  —entonces—  del  mismo  modo
                  que a su familia o a sus compañeros de escuela y yo respondí con profunda
                  lealtad a sus sentimientos: jamás le hice el menor daño.
                         Un  día  —en  el  que  me  sentía  monstruosamente  triste—  E.B.  me
                  prometió —para mimarme, un regalo hecho por ella, especialmente para mí.
                  "Cuando usted cumpla 170 años y yo sea grande —me dijo— voy a escribir un
                  libro  de  cuentos  que le  van  a  poner los  pelos  de  punta,  querido  Frankie", y
                  acarició una de mis repulsivas mejillas, a la par que me dedicaba la mejor de
                  sus sonrisas.

                         Quererla  a  Elsa es  fácil. Quererme  a  mí,  no.  Por eso,  valoré  tanto  su
                  amistad. Hasta que la conocí, no sabía lo qué significaba tener un alma amiga.
                  Toda la gente a la que intentaba acercarme huía de mí —despavorida— debido
                  a  mi  apariencia,  ya  que  —según  dicen—  soy  horrible  y  los  seres  humanos
                  suelen  fijarse  en  esos  detalles  para  querer  o  no  a  otro,  en  vez  de  tomar  en
                  cuenta la fealdad o hermosura de los sentimientos.
                         Nadie  podrá imaginarse  mi  sufrimiento: ¡es  insoportable  que  a uno le
                  adjudiquen —siempre— el papel del malo de la película!
                         Seguramente —a esta altura de mi relato— muchos de ustedes estarán
                  pensando que E.B. era una nena horripilante, pesadillesca, y que por eso me
                  aceptaba con tanta naturalidad.
                         Nada  que  ver.  Todos  la  encontraban  bonita,  simpática  y  despertaba
                  cariño  y  se  lo  decían,  así  como  a  mí  me  gritaban  cosas  irreproducibles  y
                  únicamente me ganaba el miedo y el odio de los demás.
                         Pero para qué recordar —ahora— momentos tristes, si también los he
                  tenido muy felices. Como esos ratos que pasaba en compañía de mi amiguita
                  —por  ejemplo—  y  durante  los  que  yo  solía  recitarle  fragmentos  de  grandes
                  poetas, que siempre me apasionó la poesía y a ella también.
                         Me escuchaba —entonces— tan extasiada y me contemplaba con tanto
                  afecto que yo lograba olvidar que era Frankestein.
                         Pero lo soy. Y tengo el orgullo de que E.B. me considere su monstruo
                  favorito y que me haya elegido a mí para escribir este prólogo, entre tantos y
                  tantos monstruos como le tocó conocer en su vida real.
                         Hacía mucho tiempo que no sabía nada de ella. Por eso, cuando recibí
                  el sobre con los originales de estos cuentos y su pedido de que fuera yo quien
                  escribiese la introducción, me alegré doblemente. E.B. había cumplido con su
                  promesa y su libro me llegaba justo para los festejos de mis 170 primaveras
                  (ya que nací en 1817). También, con el consejo de que no lo leyera antes de
                  dormir, recomendación que —ahora— repito para ustedes, porque lo cierto es
                  que no le hice caso y anduve insomne y con los pelos de punta durante todas
                  las  noches  que  duró  mi  lectura  de  "¡SOCORRO!"  (la  experiencia  fue  más
                  inquietante que mirarme en el espejo...).


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