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LA DEL ONCE "JOTA


                         Cuesta creer que una abuela no ame a sus nietos pero existió la viuda de
                  R., mujer perversa, bruja siglo veinte que sólo se alegraba cuando hacía daño. La
                  viuda de R. nunca había querido a ninguno de los tres hijos de su única hija. Y
                  mucho menos los quiso cuando a los pobrecitos les tocó en desgracia ir a vivir
                  con ella, después del accidente que los dejó huérfanos y sin ningún otro pariente
                  en océanos a la redonda.
                         Durante los años que vivieron con ella, la viuda de R. trató a los chicos
                  como  si  no  lo  hubieran  sido.  ¡Ah...  si  los  había  mortificado!  Castigos  y
                  humillaciones  a  granel.  Sobre  todo,  a  Lilibeth  —la  más  pequeña  de  los
                  hermanos— acaso porque era tan dulce y bonita, idéntica a la mamá muerta, a
                  quien la viuda de R. tampoco había querido —por supuesto— porque por algo
                  era perversa, ¿no?
                         Luis  y  Leandro  no  lo  habían  pasado  mejor  con  su  abuela  pero  —al
                  menos— sus caritas los habían salvado de padecer una que otra crueldad: no se
                  parecían  a  la  de  Lilibeth  y  —por  lo  tanto—  a  la  vieja  no  se  le  habían
                  transformado en odiados retratos de carne y huesos.
                         El caso fue que tanto sufrimiento soportaron los tres hermanos por culpa
                  de  la  abuela  que  —no  bien  crecieron  y  pudieron  trabajar—  alquilaron  un
                  departamento chiquito y allí se fueron a vivir juntos.

                         Pasaron algunos años más.
                         Luis y Leandro se casaron y así fue como Lilibeth se quedó sólita en aquel
                  11  "J",  contrafrente,  dos  ambientes,  teléfono,  cocina  y  baño  completos,  más
                  balconcito a pulmón de manzana.
                         Lili era vendedora en una tienda y —a partir del atardecer— estudiaba en
                  una escuela nocturna.
                         Un  viernes  a  la  medianoche  —no  bien  acababa  de  caer  rendida  en  su
                  cama— se despertó sobresaltada. Una pesadilla que no lograba recordar, acaso.
                  Lo cierto fue que la muchacha empezó a sentir que algo le aspiraba las fuerzas, el
                  aire, la vida.
                         Esa sensación le duró alrededor de cinco minutos inacabables.
                         Cuando concluyó, Lilibeth oyó —fugazmente— la voz de la abuela. Y la
                  voz aullaba desde lejos—.
                         —Liiilibeeeth... Pronto nos veremos... Liiilibeeeth... Liiiiiii... Liiiii... Ag.
                         La  jovencita  encendió  el  velador,  la  radio  y  abandonó  el  lecho,
                  indudablemente, una ducha tibia y un tazón de leche iban a hacerle muy bien,
                  después de esos momentos de angustia.
                         Y así fue.
                         Pero a la mañana siguiente— lo que ella había supuesto una pesadilla más
                  comenzó a prolongarse, aunque ni la misma Lili pudiera sospecharlo todavía. Las
                  voces de Luis y Leandro —a través del teléfono— le anunciaron:
                         —Esta  madrugada  falleció  la  abuela...  Nos  avisó  el  encargado  de  su
                  edificio... sí... te entendemos... Nosotros tampoco, Lili... pero... claro... alguien
                  tiene que hacerse cargo de... Quedáte tranquila, nena... Después te vamos a ver...



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