Page 69 - Historia de una gaviota y del gato que le enseño a volar - 6° - Septiembre
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—No todas —dijo el humano—. Suelo venir aquí a fumar y pensar
en soledad durante las noches de tormenta. Conozco una entrada
para nosotros.
Dieron un rodeo y entraron por una pequeña puerta lateral que el
humano abrió con la ayuda de una navaja. De un bolsillo sacó una
linterna y, alumbrados por su delgado rayo de luz, empezaron a subir
una escalera de caracol que parecía interminable.
—Tengo miedo —graznó Afortunada.
—Pero quieres volar, ¿verdad? —maulló Zorbas.
Desde el campanario de San Miguel se veía toda la ciudad. La
lluvia envolvía la torre de la televisión y, en el puerto, las grúas
parecían animales en reposo.
—Mira, allá se ve el bazar de Harry. Allá están nuestros amigos —
maulló Zorbas.
—¡Tengo miedo! ¡Mami! —graznó Afortunada.
Zorbas saltó hasta la baranda que protegía el campanario. Abajo,
los autos se movían como insectos de ojos brillantes. El humano tomó
a la gaviota en sus manos.
—¡No! ¡Tengo miedo! ¡Zorbas! ¡Zorbas! —graznó picoteando las
manos del humano.
—¡Espera! Déjala en la baranda —maulló Zorbas.
—No pensaba tirarla —dijo el humano.
—Vas a volar, Afortunada. Respira. Siente la lluvia. Es agua. En tu
vida tendrás muchos motivos para ser feliz, uno de ellos se llama
agua, otro se llama viento, otro se llama sol y siempre llega como una
recompensa luego de la lluvia. Siente la lluvia. Abre las alas —maulló
Zorbas.
La gaviota extendió las alas. Los reflectores la bañaban de luz y la
lluvia le salpicaba de perlas las plumas. El humano y el gato la vieron
alzar la cabeza con los ojos cerrados.
—La lluvia, el agua. ¡Me gusta! —graznó.
—Vas a volar —maulló Zorbas.
—Te quiero. Eres un gato muy bueno —graznó acercándose al
borde de la baranda.
—Vas a volar. Todo el cielo será tuyo —maulló Zorbas.
—Nunca te olvidaré. Ni a los otros gatos —graznó ya con la mitad
de las patas fuera de la baranda, porque, como decían los versos de
Atxaga, su pequeño corazón era el de los equilibristas.
—¡Vuela! —maulló Zorbas estirando una pata y tocándola apenas.
Afortunada desapareció de su vista, y el humano y el gato
temieron lo peor. Había caído como una piedra. Con la respiración en
suspenso asomaron las cabezas por encima de la baranda, y
entonces la vieron, batiendo las alas, sobrevolando el parque de
estacionamiento, y luego siguieron su vuelo hasta la altura, hasta
más allá de la veleta de oro que coronaba la singular belleza de San
Miguel.
Afortunada volaba solitaria en la noche hamburgueña. Se alejaba
batiendo enérgica las alas hasta elevarse sobre las grúas del puerto,
sobre los mástiles de los barcos, y enseguida regresaba planeando,
girando una y otra vez en torno al campanario de la iglesia.
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