Page 9 - El contrato social
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grande  que  domina  todas  las  demás  (…),  el  criterio  que  resulte  dominante  será  un  criterio
  particular».

      Sabemos que el gran escollo de la construcción teórica de Rousseau reside en que la Soberanía
  no puede delegarse, y la elaboración de la ley es ejercicio de la soberanía. «Los diputados del pueblo
  —dice—  no  son,  pues,  ni  pueden  ser  sus  representantes;  no  son  sino  sus  comisarios;  no  pueden

  concluir nada definitivamente. Toda ley que el pueblo en persona no haya ratificado, es nula, no es
  una ley. El pueblo inglés cree ser libre y se engaña; sólo lo es durante la elección de los miembros

  del Parlamento; en cuanto son elegidos, él es esclavo, ya no es nada».
      La  idea  de  Comisarios  aplicada  a  la  delegación  ejecutiva  se  ha  visto  observada,  pero  sólo
  nominalmente, en ciertos momentos de la Revolución francesa y en la Revolución rusa. La necesidad
  de someter las leyes a referéndum figuró también en la Constitución francesa del Año I (1793), pero

  jamás se aplicó ese precepto.
      No es la menor paradoja de la doctrina roussoniana el haber echado las bases de la legitimidad

  del Estado democrático y de su funcionamiento, por medio de la voluntad general, y haberse quedado
  en cambio a nivel de la idea de compromisario o mandatario sin llegar a la de representante.
      Puede  decirse  que  el  concepto  de  representatividad,  tal  como  se  utiliza  en  el  estado
  contemporáneo, no había sido descubierto en tiempo de Rousseau, por más que la práctica inglesa le

  asemejase.
      Por ejemplo, los procuradores en Cortes eran solo mandatarios de sus ciudades. Pero si hoy nos

  parece superado, la voz de Rousseau puede servir de advertencia contra los excesos de la teoría de
  «representatividad  nacional».  Como  es  sabido,  los  teóricos  de  esta  última  sostienen  que  cada
  representante no representa a sus electores, sino a la nación entera; partiendo de ese primer supuesto,

  no pueden estar obligados por mandato, ya que «su función no es expresar una voluntad preexistente
  en el cuerpo nacional» (Burdeau). El voto supone una transferencia al representante cuya voluntad se
  convierte en voluntad de la nación (lo que de ningún modo es cierto ya que será una parte alícuota de

  la voluntad nacional formada por la suma algebraica de voluntades de los representantes).
      Modernamente, los diferentes proyectos de control por los electores de la función parlamentaria,
  las  constantes  referencias  a  programas  concretos  a  partir  de  los  cuales  son  elegidos  los

  representantes, demuestran una vinculación real entre electores y elegidos (además de las sesiones de
  «explicación de mandato electoral», relaciones del elegido con comisiones y cuerpos profesionales
  de su circunscripción, etc.), ponen de manifiesto que la doctrina de la «representación nacional» no

  pasa tampoco de ser una «hipótesis de trabajo», que se hacía necesaria para justificar teóricamente el
  funcionamiento de los cuerpos legislativos modernos.
      En todo caso, el concepto del Estado y de sus límites que nos dejó Rousseau sigue teniendo, como

  decíamos antes, una palpitante actualidad. Porque si estableció la supremacía del soberano, también
  creó  sus  límites.  Cuando  en  la  segunda  mitad  del  siglo  XX  los  progresos  de  la  técnica  y  de  la

  información concentran en el «Leviatán» de nuestros días un poderío con frecuencia inquietante para
  la persona humana, el problema de los límites, como el de las libertades, es un asunto de primer
  plano.
      El  poder  soberano  del  cuerpo  político  está  limitado  por  las  propias  convenciones  del  pacto

  social, de suerte que, por ejemplo, el cuerpo político soberano no puede obligar o cargar más a un
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