Page 10 - El contrato social
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súbdito-ciudadano que a otro; la voluntad general no puede aplicarse al mundo particular de las
personas individuales, porque dejaría de ser general. La ley viene a ser la primera garantía;
naturalmente, se parte de que no haya confusión entre la función soberana de proclamar la ley y la
función de ejecutarla que compete, según Rousseau y los politistas clásicos, al Gobierno. «Para ser
legítimo —dice en una nota— el Gobierno no tiene que confundirse con el soberano, sino ser su
ministro».
La ley no es ni puede ser inmutable; las sociedades cambian, las circunstancias en que viven
también. Si las leyes son para Montesquieu «relaciones necesarias que derivan de la naturaleza de las
cosas», Rousseau estima que «un pueblo es siempre, en todo momento, dueño de cambiar sus leyes,
incluso las mejores» (libro II, cap. XII); ambas concepciones pueden equilibrarse, puesto que a fin de
cuentas se trata de que la ley sea para el hombre y no el hombre para la ley; lo importante, lo que
garantiza el bien de la comunidad, es que la norma obligatoria sea una ley, es decir, expresión de la
voluntad general. Sólo entonces puede decirse, según Rousseau, que gobierna el interés público. Para
precisar esa idea llama república a todo estado regido por leyes, cualquiera que pueda ser su forma
de administración; en ese sentido roussoniano una monarquía puede ser república.
Vemos, pues, que la cuestión de la legitimidad democrática se plantea de nuevo y vigorosamente
por Rousseau en el primer capítulo del libro III del CONTRATO. Su definición de gobierno es del
mayor interés: «Llamo, pues, gobierno o suprema administración al ejercicio legítimo del poder
ejecutivo, y príncipe o magistrado al hombre o cuerpo encargado de esta administración».
No ignora Rousseau la predisposición de Ejecutivo a atribuirse potestades del cuerpo político
soberano. Como oportunamente ha señalado Halbwachs, es fundamental en el libro III del CONTRATO
SOCIAL el estudio de «la tendencia natural que tiene el gobierno a usurpar atribuciones al soberano».
La significación que puede tener la monarquía dentro de la doctrina democrática de la voluntad
general no deja de ser sugestiva e incluso es premonitoria respecto a una serie de monarquías de
nuestro tiempo, como son las escandinavas, la belga, la holandesa y hoy la española (aparte del vasto
tema de la monarquía de la British Commonwealth, que dejamos voluntariamente de lado). La fuente
legítima del poder está en todos esos casos en la soberanía popular, y el monarca gobierna por
delegación. Sin duda, la mecánica no es exactamente la misma que la de las llamadas monarquías
parlamentarias en las cuales los decretos del monarca tienen que ir refrendados por un ministro, pero
las consecuencias son las mismas; incluso en el «doctrinarismo» decimonónico (desde Guizot hasta
Alonso Martínez y Cánovas del Castillo).
Más sugestivas aparecen algunas interpretaciones de la voluntad general —a las que hemos hecho
alusión— expresadas en el último decenio de nuestro siglo —en los ochenta quiero decir—, a saber:
la de Alexis Philonenko en el tomo III de su obra Jean-Jacques Rousseau et la pensée du malheur
(Vrin, 1984), que estima que la idea de voluntad general se apoya en una rigurosa base matemática, la
del cálculo infinitesimal, tal como éste se desarrolló en el siglo XVIII tras los trabajos de Leibniz que,
al parecer, fueron conocidos por Rousseau. Otros politistas, Luc Ferry y Alain Renaut, en su obra
Philosophie politique, III. Des droits de l’homme a l’idée républicaine (París, 1985) han afirmado que
la voluntad general no es el resultado de un simple recuento auténtico de las voluntades particulares,
sino una verdadera integral en el sentido matemático.
Sea como fuere resulta evidente que la idea de Voluntad General de Rousseau estaba inserta en un