Page 5 - El contrato social
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PRÓLOGO







  Durante largos años ha prevalecido cierta moda intelectual consistente en decir que Rousseau estaba

  «superado».  Se  trataba  de  una  antigualla,  por  añadidura  nociva  como  casi  todo  lo  que  nos  había
  legado  aquel  siglo  que  tuvo  la  osadía  de  querer  conceder  el  primado  a  la  razón  humana,  de
  fundamentar  la  sociedad  en  bases  autónomas  (y  no  heterónomas  como  lo  hicieron  las  anteriores

  ideologías de legitimación) y de haber dado vida a las declaraciones de derechos del hombre.
      Dista mucho de ser un azar el hecho de que esa moda coincidiese con el ascenso de los fascismos
  europeos. Verdad es que nunca faltaron, en los momentos de reacción social, quienes, en su intento de

  desacreditar a Rousseau, facilitaban así las tareas de las inquisiciones espirituales del momento. Ese
  fue el caso de Sainte-Beuve, tras la derrota de los obreros parisienses en las trágicas jornadas de
  junio  de  1848;  y  el  de  Taine,  aún  tembloroso  por  el  ventarrón  de  la  Comuna.  Tampoco  era  de

  extrañar que Maurras lo tratase de «energúmeno judaico», ni que todavía en 1924 una importante
  jerarquía eclesiástica dijese que «había hecho más daño a Francia que las blasfemias de Voltaire y de
  todos  los  enciclopedistas».  Pero  el  fascismo  intentó  destruir  la  ideología  legitimadora  del  Estado

  democrático;  el  fascismo  tenía  necesidad  de  que  el  hombre  estuviese  sometido  a  un  poder
  heterónomo,  que  fuera  súbdito  y  no  ciudadano.  Sin  duda  la  idea  de  voluntad  general  realiza  una
  operación hipostática, al establecer que la voluntad de la mayoría es la del conjunto que forma él

  cuerpo soberano; pero el totalitarismo necesitaba sustituirla por una hipostatización mucho mayor,
  en la que el ser ungido por el carisma asumía las atribuciones de la totalidad y se identificaba con
  ésta.  En  cierto  modo,  el  absolutismo  francés  ya  había  proclamado  la  gran  hipostatización,  L’Etat

  c’est Moi, que fue precisamente demolida por la obra de Rousseau, de Montesquieu, etc.
      Ha habido, pues, un período de nuestro siglo en que no era «de buen tono» recoger, siquiera fuese
  con  sentido  crítico,  el  legado  político  e  ideológico  de  Jean-Jacques  Rousseau.  No  era  una  moda

  «inocente»; tras la condenación intelectual del ginebrino se alzaron luego las piras siniestras de los
  campos de exterminio; se empieza quemando libros de Rousseau con el brazo en alto y se termina
  enviando a la muerte a quienes se atreven a señalar que la voluntad general puede ser mucho más útil

  y  más  moral  para  organizar  la  convivencia  que  las  faramallas  barrocas  de  quienes  quieren  tener
  razón contra la mayoría.

      El gran tema del CONTRATO SOCIAL es, ni más ni menos, que la fundamentación de la legitimidad
  democrática. Ciertamente, su temática no se agota ahí, y su estudio no puede ser ajeno al período
  histórico que la vio nacer, pero su idea-clave es la elaboración del concepto de sociedad  civil,  su

  separación del concepto de Estado y la subordinación de éste a aquélla.
      La concepción roussoniana parte de reconocer la estructura dualista de la sociedad moderna, en
  la cual el primado decisorio corresponde al pueblo que forma «el cuerpo soberano».

      El  pacto  social  de  Rousseau  no  es,  ni  ha  pretendido  ser  nunca,  una  hipótesis  histórica;  es  una
  fundamentación teórica. Que se trata de fundamentar en la razón la legitimidad queda claro desde el
  primer capítulo de la obra. Rousseau declara allí ignorar cómo el hombre perdió la libertad primaria

  del estado de naturaleza.
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