Page 174 - Fahrenheit 451
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nt g miró ?ª ia el río «Iremos por el río. -Miró
              �? �           �                                                  cabo de una larguísima pausa se preguntó-:  ¿ Cuántos
                                    _.
           la v1e;a v1a ferrov1ana-. O 1remos por ella. O caminare­             sabrían lo que iba a ocurrir? ¿Cuántos se llevarían una
           mos por las autopistas y tendremos tiempo de asimilarlo              sorpresa?
           todo. Y algún día, cuando lleve mucho tiempo sedimen­                   «Y en todo  el  mundo  -pensó  Montag-,  ¿cuántas
           tado en nosotros, saldrá de nuestras manos y nuestras                ciudades más muertas? Y aquí, en nuestro país, ¿cuántas?
           bo as.  Y gran parte de ella estará equivocada, pero otra            ¿Cien, mil?»
             �
           sera correcta. Hoy empezaremos a andar y a ver mundo,                   Alguien encendió una cerilla y la acercó a un pedazo
           y a observar cómo la gente anda por ahí y habla, el verda­           de  papel que había sacado de un bolsillo.  Colocaron el
           dero  aspecto que tiene.  Quiero  verlo  todo.  Y aunque             papel debajo de un montoncito de hierbas y  hojas, y, al
           nada de ello s a yo cu ndo e tren, al cabo de un tiempo,             cabo de un momento, añadieron ramitas húmedas que
                                     r:i
                               �
                       �
                                 _
                         ,
           todo  se reumra en m1  mtenor,  y será yo.  Fíjate  en el            chisporrotearon,  pero prendieron por fin, y la hoguera
                    _
           mundo, Dios mío, Dios mío. Fíjate en ese mundo, fuera                fue aumentando bajo el aire matutino, mientras el sol se
           de mí, más allá de mi rostro, y el único medio de tocarlo            elevaba y los hombres dejaban lentamente de mirar al río
          verdaderamentc es ponerlo allí  donde por  fin sea  yo,               y eran atraídos por el fuego,  torpemente,  sin nada que
                    ,
          donde esten la sangre, donde recorra mi cuerpo cien mil               decir, y el sol iluminó sus nucas cuando se inclinaron.
          veces al día. Me apoderaré de ella de manera que nunca                   Granger  desdobló una lona en  cuyo  interior había
          podrá  escapar.  Algún  día,  me  aferraré  con  fuerza  al           algo de tocino.
          °!- undo. Ahora, tengo un dedo apoyado en él. Es un prin­                -Comeremos un bocado.  Después,  daremos media
             _
          c1p10.»                                                               vuelta y nos dirigiremos corriente arriba. Tal vez nos ne­
             El viento cesó.                                                    cesiten por allí.
             Los ot os hombres permanecieron tendidos, no pre­                     Alguien sacó una pequeña sartén, y el tocino fue a pa­
                   �
          parados aun para levantarse y empezar las obligaciones                rar  a su interior,  y empezó  a tostarse sobre la hoguera.
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          d l d1a, las hogueras y la preparación de alimentos, los              Al cabo de un momento, el aroma del tocino impregnaba
           �
          miles de detalles para poner un pie delante de otro pie y             el  aire  matutino.  Los  hombres  observaban el ritual en
          una mano sob e otra mano. Permanecieron parpadeando                   silencio.
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          con sus polvorientas pestañas. Se les podía oír respirando               Granger miró la hoguera.
          aprisa; luego, más lentamente  ...                                       -Fénix.
             Montag se sentó.                                                      -¿Qué?
             Sin embargo, no se siguió moviendo. Los otros hom­                    --Hubo un pajarraco llamado Fénix, mucho antes de
          bres le imitaron. El sol tocaba el negro horizonte con una             Cristo.  Cada  pocos  siglos  encendía una  hoguera y  se
          d � bil pincelada rojiza. El aire era fresco y olía a lluvia in­       quemaba en ella. Debía de ser primo hermano del Hom­
          mmente.                                                                bre. Pero, cada vez que se quemaba, resurgía de las ceni­
             E silencio,  Granger  se levantó,  se  palpó los  brazos,           zas, conseguía renacer. Y parece que nosotros hacemos lo
              r:i
          las piernas, blasfemando,  blasfemando incesantemente                  mismo, una y otra vez,  pero tenemos algo que el Fénix
          entre dientes, mientras las lágrimas le corrían por el ros­            no tenía. Sabemos la maldita estupidez que acabamos de
          tro. Se arrastró hacia el río para mirar aguas arriba.                 cometer.  Conocemos  todas  las tonterías que  hemos  co­
             -Está arrasada -dijo mucho rato después-. La ciu­                   metido  durante un millar de años,  y en tanto que recor­
          dad parece un montón de polvo. Ha desaparecido. -Y al                  demos esto y lo conservemos donde podamos  verlo, al-

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