Page 123 - Fahrenheit 451
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luego esta mano. Dejad vuestros naipes boca abajo y pre­  Las mejillas sonrojadas y fosforescentes de Beatty bri­
 parad  el  equipo.  Ahora  será doble. -Y  Beatty  volvió a   llaban en la oscuridad, y el hombre sonreía furiosamente.
 levantarse-.  Montag,  ¿ no te encuentras  bien? Sentiría   -¡Ya hemos llegado!
 que volvieses a tener fiebre ...   La salamandra se detuvo de repente, sacudiendo a los
 -Estoy bien.  hombres.  Montag  permaneció con la  mirada fija  en la
 -¡Magnífico! Éste es un caso especial.  ¡Vamos, apre-  brillante  barandilla de metal que apretaba con toda la
 súrate!   fuerza de sus puños.
 Saltaron al aire y se agarraron a la barra de latón como   «No puedo hacerlo -pensó-. ¿ Cómo puedo realizar
 si se tratase del último punto seguro sobre la avenida que   esta nueva misión, cómo puedo seguir quemando cosas?
 amenazaba  ahogarles;  luego,  con  gran  decepción  por   No me será posible entrar en ese sitio.»
 parte de ellos, la barra de metal les bajó hacia la oscuri­  Beatty, con el olor del viento a través del cual se había
 dad, a las toses, al resplandor y la succión del dragón ga­  precipitado, se acercó a Montag.
 seoso que cobraba vida.   -¿Todo va bien, Montag?
 -¡Eh!    Los hombres se movieron como lisiados con sus em­
 Doblaron una esquina con gran estrépito del motor y   barazosas botas, tan silenciosos como arañas.
 la sirena, con chirrido de ruedas, con un desplazamiento   Montag  acabó  por  levantar  la  mirada  y  volverse.
 de la  masa del  petróleo  en el brillante  tanque de latón,   Beatty estaba observando su rostro.
 como la comida en el  estómago de un gigante,  mientras   -¿Sucede algo, Montag?
 los  dedos  de  Montag  se apartaban de  la barandilla pla­  -Caramba -dijo  éste,  con  lentitud-. Nos hemos
 teada, se agitaban en el aire, mientras el viento empujaba   detenido delante de mi casa.
 el pelo de su cabeza hacia atrás. El viento silbaba entre
 sus  dientes,  y él  pensaba  sin  cesar  en  las  mujeres,  en
 aquellas charlatanas de aquella noche en su salón, y en la
 absurda idea de él de leerles un libro. Era tan insensato y
 demente como tratar de apagar un fuego con una pistola
 de  agua.  Una rabia sustituida por otra.  Una cólera des­
 plazando a  otra.  ¿Cuándo dejaría de estar  furioso y se
 tranquilizaría, y se quedaría completamente tranquilo?
 -¡Vamos allá!
 Montag levantó la cabeza. Beatty nunca guiaba,  pero
 esta noche sí lo hacía, doblando las esquinas con la sala­
 mandra, inclinado hacia delante en el asiento del conduc­
 tor, con su maciza capa negra agitándose a su espalda, lo
 que le daba el aspecto de un enorme murciélago que vo­
 lara sobre el vehículo, sobre los números de latón,  reci­
 biendo todo el viento.
 -¡Allá vamos  para  que el mundo  siga  siendo  feliz,
 Montag!


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