Page 56 - Historias de Cronopios y Famas
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el mayor. Alguna que otra vez los parientes llegados               catafalco, y los oradores oficiales se quedan al pie de la
       a último momento adelantan una reivindicación destem­              tribuna,  mirándose y estrujando los discursos con  sus
       plada; los vecinos, convencidos ya de que todo es como             manos húmedas. Por lo re lar no nos molestamos en
                                                                                                    gu
       debe ser, los miran escandalizados y los obligan a callar­         acompañar al difunto hasta la bóveda o sepultura, sino
       se. En el coche de duelo se instalan mis padres y mis tíos,        que da�os media vuelta y salimos todos juntos, comen­
       mis hermanos suben al se gun do y mis primas condes­               tando  las  incidencias  del  velorio. _Desde  lejos  vemos
       cienden a aceptar a al gun o de los deudos en el tercero,          cómo los parientes corren desesperadamente para aga­
       donde se ubican envueltas en grandes pañoletas negras y            rrar al no de los cordones del ataúd y se pelean con los
                                                                                gu
       moradas. El resto sube donde puede, y h ay  parientes que          vecinos que entre tanto se han posesionado de los cor­
       se ven precisados a llamar un taxi. Y si al gun os, refresca­      dones  y  prefieren  llevarlos  ellos  a  que  los  lleven  los
       dos por el aire matinal y el largo trayecto, traman una            parientes.
       reconquista en la necrópolis,  amargo es su desengaño.
       Apenas llega el cajón al peristilo, mis hermanos rodean
       al  orador  designado  por  la  familia  o  los  amigos  del
       difunto, y fácilmente reconocible por su cara de circuns­
       tancias  y  el  rollito  que  le  abulta  el bolsillo  del  saco.
       Estrechándole las manos, le empapan las solapas con sus
       lágrimas, lo palmean con un blando sonido de tapioca y
       el orador no puede impedir que mi tío el menor suba a
       la tribuna y abra los discursos con una oración que es
       siempre un modelo de  verdad y discreción.  Dura tres
       minutos, se refiere exclusivamente al difunto, acota sus
       virtudes y da cuenta de sus defectos, sin quitar humani­
       dad a nada de lo que se dice; está profundamente emo­
       cionado, y a veces le cuesta terminar. Apenas ha bajado,
       mi hermano el mayor ocupa la tribuna y se encarga del
       panegírico en nombre del vecindario, mientras el vecino
       designado a tal efecto trata de abrirse paso entre mis pri­
       mas y hermanas, que lloran colgadas de su chaleco. Un
       gesto afable pero imperioso de mi padre moviliza al per­
       sonal  de  la  funeraria;  dulcemente  empieza  a  rodar  el


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