Page 238 - Hamlet
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CLAUDIO.- ¿Qué ocurre de nuevo, amada Reina?

                       GERTRUDIS.- Una desgracia va siempre pisando las ropas de otra; tan inmediatas
                  caminan. Laertes tu hermana acaba de ahogarse.

                       LAERTES.- ¡Ahogada! ¿En dónde? ¡Cielos!

                       GERTRUDIS.- Donde hallaréis un sauce que crece a las orillas de ese arroyo, repitiendo
                  en las ondas cristalinas la imagen de sus hojas pálidas. Allí se encaminó, ridículamente
                  coronada de ranúnculos, ortigas, margaritas y luengas flores purpúreas, que entre los
                  sencillos labradores se reconocen bajo una denominación grosera, y las modestas doncellas
                  llaman, dedos de muerto. Llegada que fue, se quitó la guirnalda, y queriendo subir a
                  suspenderla de los pendientes ramos; se troncha un vástago envidioso, y caen al torrente
                  fatal, ella y todos sus adornos rústicos. Las ropas huecas y extendidas la llevaron un rato
                  sobre las aguas, semejante a una sirena, y en tanto iba cantando pedazos de tonadas
                  antiguas, como ignorante de su desgracia, o como criada y nacida en aquel elemento. Pero
                  no era posible que así durarse por mucho espacio. Las vestiduras, pesadas ya con el agua
                  que absorbían la arrebataron a la infeliz; interrumpiendo su canto dulcísimo, la muerte,
                  llena de angustias.

                       LAERTES.- ¿Qué en fin se ahogó? ¡Mísero!

                       GERTRUDIS.- Sí, se ahogó, se ahogó.

                       LAERTES.- ¡Desdichada Ofelia! Demasiada agua tienes ya, por eso quisiera reprimir la
                  de mis ojos... Bien que a pesar de todos nuestros esfuerzos, imperiosa la naturaleza sigue su
                  costumbre, por más que el valor se avergüence. Pero, luego que este llanto se vierta, nada
                  quedará en mí de femenil ni de cobarde... Adiós señores... Mis palabras de fuego arderían
                  en llamas, si no las apagasen estas lágrimas imprudentes.

                       CLAUDIO.- Sigámosle, Gertrudis, que después de haberme costado tanto aplacar su
                  cólera, temo ahora que esta desgracia no la irrite otra vez. Conviene seguirle.







                  Acto V





                  Escena I
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