Page 4 - Tokio Blues - 3ro Medio
P. 4

La única presencia, dos pájaros rojos que alzaban el vuelo de aquel prado, como espantados por
               algo, se dirigían hacia el bosque. Mientras andábamos, Naoko me hablaba de un pozo.

                   La memoria es algo extraño. Mientras estuve allí, apenas presté atención al paisaje. No me
               pareció que tuviera nada de particular y jamás hubiera sospechado que, dieciocho años después,
               me acordaría de él hasta en sus pequeños detalles. A decir verdad, en aquella  época a mí me
               importaba muy poco el paisaje. Pensaba en mí, pensaba en la hermosa mujer que caminaba a mi
               lado, pensaba en ella y en mí, y luego volvía a pensar en mí. Estaba en una edad en que, mirara lo
               que  mirase,  sintiera  lo  que  sintiese,  pensara  lo  que  pensase,  al  final,  como  un  bumerán,  todo
               volvía  al  mismo  punto  de  partida:  yo.  Además,  estaba  enamorado,  y  aquel  amor  me  había
               conducido a una situación extremadamente complicada. No, no estaba en disposición de admirar
               el paisaje que me rodeaba.
                   Sin embargo, ahora la primera imagen que se perfila en mi memoria es la de aquel prado. El
               olor de la hierba, el viento gélido, las crestas de las montañas, el ladrido de un perro. Esto es lo
               primero  que  recuerdo.  Con  tanta  nitidez  que  tengo  la  impresión  de  que,  si  alargara  la  mano,
               podría ubicarlos, uno tras otro, con la punta del  dedo. Pero este paisaje está desierto. No hay
               nadie. No está Naoko, ni estoy yo. «¿Adonde hemos ido?», pienso. «¿Cómo ha podido ocurrir
               una cosa así? Todo lo que parecía tener más valor —ella, mi yo de entonces, nuestro mundo—
               ¿adonde  ha  ido  a  parar?».  Lo  cierto  es  que  ya  no  recuerdo  el  rostro  de  Naoko.  Conservo  un
               decorado sin personajes.
                   Aunque, si me tomo el tiempo suficiente, puedo revivir su imagen. Sus manos pequeñas y
               frías, su pelo liso, tan bonito y agradable al tacto; los lóbulos de sus orejas, suaves y carnosos, y
               el lunar que tenía debajo; el elegante abrigo de piel de camello que solía llevar en invierno; su
               costumbre de mirar fijamente a los ojos cuando hacía una pregunta; el ligero temblor que, por una
               u otra razón, vibraba en su voz (como si estuviera hablando en lo alto de una colina barrida por
               un fuerte viento). Al sobreponer estas imágenes, su rostro emerge de repente. Primero se dibuja
               su perfil. Tal vez porque Naoko y yo solíamos andar el uno al lado del otro. Por eso el perfil es lo
               que primero emerge en mi recuerdo. Después ella se vuelve hacia mí, me sonríe, ladea la cabeza,
               me habla y me mira fijamente a los ojos. Tal vez esperaba ver en ellos el rastro de un pececillo
               que cruzaba, veloz como una centella, el fondo de un manantial de aguas cristalinas.
                   Me  lleva  tiempo  evocar  su  rostro.  Y  conforme  vayan  pasando  los  años,  más  tiempo  me
               llevará. Es triste, pero cierto. Al principio era capaz de recordarla en cinco segundos, luego éstos
               se  convirtieron  en  diez,  en  treinta  segundos,  en  un  minuto.  El  tiempo  fue  alargándose
               paulatinamente, igual que las sombras en el crepúsculo. Puede que pronto su rostro desaparezca
               absorbido por las tinieblas de la noche. Sí, es cierto. Mi memoria se está distanciando del lugar
               donde se hallaba Naoko. De la misma forma que se está distanciando del lugar donde estaba mi
               yo de entonces. Sólo el paisaje, aquella imagen del prado en octubre, vuelve una y otra vez a mi
               mente como la escena simbólica de una película. Aquel paisaje sigue sacudiendo, pertinaz, una
               parte de mi cabeza. «¡Vamos! ¡Arriba! ¡Aún estoy aquí! ¡Arriba! ¡Levántate y comprende! ¿Cuál
               es  la  razón  de  que  todavía  esté  aquí?»  No  siento  dolor.  Únicamente  el  sonido  hueco  que
               acompaña cada patada. Pero también este eco se apagará algún día. Como se ha ido borrando,
               inexorablemente, lo demás. Con todo, a bordo de aquel avión en el aeropuerto de Hamburgo, la
               sacudida fue más fuerte, más prolongada que de costumbre.
                   «¡Arriba! ¡Comprende!», decía. Por eso ahora estoy escribiendo. Soy de ese tipo de personas
               que no acaba de comprender las cosas hasta que las pone por escrito.

                   ¿De qué me estaba hablando ella?
   1   2   3   4   5   6   7   8   9