Page 10 - Hamlet
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y defectos humanos, ingeniosamente dispuesta, se hallaría instrucción más útil que cuanta
                  podía esperarse de las cuestiones dogmáticas de los Misterios, ni del caos metafísico de las
                  Moralidades. La ambición del mando, los horrores de la tiranía, el entusiasmo de libertad,
                  la lisonja infame compañera del poder, la ingratitud, el orgullo, la ternura filial, la fe
                  conyugal, la pasión terrible de los celos, la virtud infeliz, las discordias civiles, el trastorno
                  de los grandes imperios, los castigos de la Providencia; todo en su pluma recibió forma y
                  vida. Cuando acierta en la pintura de un carácter, se reconoce la robusta mano de aquel
                  artífice que no nació para imitar, cuando acierta con una situación patética, no hiere
                  levemente los ánimos de la multitud; la suspende, la enajena, conturba el corazón, inunda
                  los ojos en lágrimas. Trató muchas veces los puntos más delicados de política y moral con
                  grande inteligencia, dando lecciones a los hombres en el teatro, que no las oyeran más
                  útiles en la Academia o en el Pórtico. Llenó sus dramas de interés, movimiento, variedad y
                  pompa, vertiendo en ellos todas las gracias del lenguaje, versificación y estilo; y aun
                  cuando apartándose de la verdadera elegancia, degenera en afectado y gigantesco, aquellas
                  mismas sutilezas, aquel tono enfático, dan un no sé qué de brillante y sublime a la locución,
                  que aunque repugne a los inteligentes, halaga los oídos del vulgo, que siente y no examina.
                  Estas obras, representadas a los ojos de una nación, en que la crítica aplicada al teatro no ha
                  hecho hasta ahora los mayores progresos, para quien todo lo natural es bello, todo lo
                  enérgico y extraordinario, sublime y admirable, reflexiva, melancólica, libre (o persuadida
                  de que lo es) llena de patriotismo que toca en orgullo, de energía que es rudeza tal vez,
                  producen efectos maravillosos; allí triunfa todavía Shakespeare, y allí es necesario juzgarle.

                       Pero si aún es tan grande el entusiasmo con que se admiran sus obras, ¿cuál sería el que
                  debieron excitar cuando por la primera vez se vieron en los teatros de Inglaterra? La corte y
                  el público, haciendo justicia al mérito superior que en ellas encontraban, olvidaron las
                  antiguas, y de allí en adelante nada sufrían que no imitase el carácter original del nuevo
                  autor. Aclamado, pues, entre los suyos por padre de la escena inglesa y el mayor Poeta de
                  su siglo, ¿qué estímulos no sentiría para dedicarse a merecer y asegurarse en el concepto
                  universal dictados tan gloriosos, por más de veinte años que permaneció en el teatro, ya
                  como actor, ya como interesado en el gobierno y utilidades de su Compañía? Las piezas
                  cómicas o trágicas de este escritor, que hoy existen y se reconocen por suyas, llegan a
                  treinta y dos, con otras diez más que se le atribuyen, acerca de las cuales son varias las
                  opiniones de los eruditos; se cree también que hubiese compuesto otras, y que en las de
                  algunos Poetas de su tiempo, especialmente en las de Johnson, hay muchas escenas y
                  planes suyos.

                       La Reina Isabel, aquella gran Princesa cuyo nombre no se repite en los fastos de su
                  nación sin agradecimiento y elogio, tal vez alivió los cuidados del gobierno, asistiendo a la
                  representación de las obras de Shakespeare, que oía con singular deleite, colmando al autor
                  de honores y recompensas. Los Señores de la corte imitaron la beneficencia de aquella
                  Soberana, y entre ellos el Lord Pembroke, el célebre y desdichado Conde de Essex, el de
                  Montgomeri, y el de Southampton fueron los que más se distinguieron en favorecerle, y no
                  cesó con la muerte de Isabel la fortuna de Shakespeare; Jacobo I le miró siempre con
                  aquella predilección a que le habían hecho acreedor, no menos sus virtudes, que su talento.

                       Pero apenas había cumplido los 47 años de su edad, cuando superior a toda idea de
                  ambición, sordo al favor de tan ilustres protectores, modesto en medio de tantos aplausos, y
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