Page 110 - Crónicas de Narnia I - Junio 5to Básico
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y brillantes en feroz contraste con la aterrante opacidad de las bestias con pezuñas, los
esclavos del mal, caídos bajo las garras de la soberbia de creerse similares a ¿Dios? (La Bruja
quiere ser Reina de un mundo que no le corresponde, porque el León se lo tiene destinado a
los hombres, a esos Hijos de Adán y Eva, que en simbólico número de cuatro representan,
sin duda y entre otras cosas, a los cuatro reinos de la Creación). Y entre éstos, entre los
hombres elegidos para "reinar", ¿por qué, precisamente, NIÑOS? La referencia a la falta de
malicia, a la credulidad y a la inocencia, que siempre se asocian a la infancia, no resulta,
entonces, gratuita, aunque en el texto NADA DE ELLO APAREZCA EXPLICITO..., y eso
es lo que conserva fundamentalmente la magia del relato. Claro que muy niños serán Pedro y
Edmundo, Lucía y Susana, pero igualmente existe entre ellos un Judas (aunque arrepentido),
Edmundo, y hay un Pedro fuerte y seguro que hasta el momento no traiciona y que, por el
contrario, aparece distinguido en forma especial por Aslan con el primer trono. (¿Otra
referencia obvia?)
No olvidemos otros símbolos contextuales, como la estrella que se levanta desde el
Oriente (¿la de Belén?) iluminando la oscura noche del Nacimiento a una nueva vida. Bueno,
y el dardo, las amarras, tantas cosas que, de detallarlas, harían de este un comentario de
nunca acabar y dejaría muy poco a la imaginación ajena.
Lo importante está, sin embargo, en esa profundización cada vez más sutil, pero más
sugerente en el mundo del relato, donde por más símbolos que haya, nada resulta
incomprensible, aunque se lea, como ya advirtiéramos, con los desprevenidos ojos de un
niño que sólo quiera participar en la sorpresa de la aventura. Porque aquí el autor,
transformado en cronista al modo evangélico, va llevando a cabo su narración a través de la
omnisciencia de una primera persona que constantemente apela a un tú o a un ustedes (el
lector infantil), tal vez como un modo de incitarlo —o de invitarlo— a participar
activamente en los maravillosos sucesos que allí, "ante sus propias narices", están ocurriendo
o van a ocurrir. Estas interferencias, no obstante, no molestan en un tipo de cuento como
éste, ya que sin la colaboración del que lee, el sentido del texto quedaría, por así decirlo,
inmerso para siempre en los bolsillos de los abrigos de piel que ocultan el paso a Narnia.
En cuanto a las preferencias formales del autor, basten dos palabras para describir su
estilo, que, por lo demás, es sumamente sencillo, o está recubierto, al menos, bajo una
apariencia de tal: la simplicidad del lenguaje no logra opacar una sabiduría que se
transparenta en cada imagen. En ellas, a su vez, se va revelando a un verdadero maestro del
arte de narrar, un maestro que se mueve en un mundo en absoluto abstracto, sino más bien
plagado de sensaciones sonoras, visuales y hasta táctiles: es todo un universo sinestésico,
como diría ese otro maestro del lenguaje que fue Rubén Darío en los ámbitos latinos, un
universo sensorial y sensual, donde la eufonía armónica se contrapone en antitética
sugerencia con los ruidos desagradables, los chillidos y el desequilibrio auditivo provenientes
del otro sector. Al primer contexto pertenecen, como habrá de suponerse, Aslan y su cosmos
de amor; al segundo, la Bruja y su caos de odio. Las redundancias tienen, por otra parte, una
razón de ser que va más allá de lo puramente estilístico, ya que en ningún momento el autor
olvida que se está dirigiendo, en realidad, a un niño: no hay recurso que resulte más enfático
y más expresivo —salvo la metáfora— para los oídos (y los ojos) infantiles que este de la
repetición.
En definitiva, entre las luces del amor y las sombras del odio se vislumbra una
estructura ordenadamente dispuesta, la que va y viene allá detrás del ropero, presa de un
dinamismo que el mundo "de acá", el mundo real, no tiene bajo ninguna circunstancia. Si la
magia y el ensueño, si la fe y la verdad aparecen sugeridos allá al otro lado de la puerta, la
rutina y la "lata", la chatura, la "razón aburrida”y positivista —e incluso, en cierto modo, la