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papeles subalternos; pero no correspondieron los efectos a la esperanza que de él se había
concebido. Rara vez la naturaleza prodiga sus dones, y casi nunca permite que un hombre
sobresalga en dos facultades distintas; que tal es la limitación del talento humano. Dícese
únicamente que Shakespeare desempeñaba muy bien el papel del muerto en la tragedia de
Hamlet, elogio que puede considerarse como una prueba de su corta habilidad en la
declamación.
Como quiera que sea, su admisión en el teatro despertó en él una inclinación decidida a
la Poesía Dramática; le dio a conocer la mayor parte de las piezas que entonces se
representaban, las estudió, más que como actor, como filósofo; examinó el gusto del
público, y vio en la práctica por cuales medios la Poesía escénica suspende, conmueve,
deleita los ánimos y domina con hechizo maravilloso en las opiniones y los afectos de la
multitud.
Hallábase entonces el teatro inglés en aquel estado de rudeza y barbarie propio de una
época tan inmediata a los siglos de ignorancia y ferocidad. La nueva aurora de las letras,
que había comenzado a ilustrar a Italia mucho tiempo antes, no había llegado aún a los
remotos Britanos, separados del orbe. Las grandes revoluciones que había sufrido aquella
nación, el choque obstinado de opiniones y dogmas religiosos que por largo tiempo la
agitaron, el establecimiento de una nueva creencia, la necesidad de resistir con la política y
las armas a sus enemigos exteriores, mientras en lo interior duraban mal extinguidas las
centellas de discordia civil, fueron causas capaces de retardar en aquel país los progresos de
la ilustración, y por consiguiente los del teatro.
Pueden reducirse a tres clases las piezas que entonces se representaban en Inglaterra:
Misterios, Moralidades y Farsas. Los Misterios no eran otra cosa que unos dramas donde se
ponía en acción los hechos del Viejo y Nuevo Testamento, y aún se conservan en el Museo
Británico los que se dice fueron representados en el año de 1600 intitulados: La caída de
Luzbel, La Creación del Mundo, El Diluvio, La Adoración de los Reyes, La Degollación de
los inocentes, La Cena, La Pasión, El Antechristo, El Juicio final y otros por el mismo
gusto. En estas composiciones se veía una mezcla informe de sagrado y profano, en que se
anunciaban las verdades de la Religión, entre puerilidades ridículas e indecentes que
podrían llamarse escandalosas y sacrílegas; si la buena fe de sus autores y la ignorante
sencillez del auditorio no fueran suficiente disculpa de tales desaciertos. En las Moralidades
se agitaban cuestiones políticas y dogmáticas, se ridiculizaba la Iglesia Católica y se
aplaudía (como es de creer) la nueva reforma. La falta de invención y artificio de tales
obras era sin diferencia alguna como en los Misterios, con la única variedad de que en las
Moralidades la fábula y los personajes eran alegóricos: la Virtud, la Superstición, los Cinco
sentidos, la Fidelidad, el Valor, las Promesas de Dios, el Amor profano, la Conciencia, la
Simonía, tales eran los entes metafísicos que hacían papel en estos dramas extravagantes.
Las Farsas, composiciones desatinadas, obscenas, atrevidas, perjudiciales a las buenas
costumbres y al honor de muchos particulares que ridiculizaban con escandalosa libertad,
eran, no obstante, las que más se acercaban a la Tragedia y la Comedia; por cuanto en ellas,
o se trataban hechos históricos, o se pintaban caracteres y costumbres, imitadas, aunque
mal, de la vida civil.